16 DE NOVEMBRO DE 2019, SÃBADO
Monthly Review. Selecciones en castellano, 3ª época, nº 2, julio de 2016. Edición online
Los orÃgenes agrarios del capitalismo
Ellen Meiksins Wood
Artigo publicado na Monthly Review, vol. 50, nº 3, julho-agosto de 1998, pp. 13-31. Tradução para castelhano de Joan Quesada. Quando foi publicado o presente artigo, Ellen Meiksins Wood era co-editora da Monthly Review. A camarada Ellen Meiksens Wood foi uma eminente marxista canadiana e deixou-nos no ano de 2016. Deu um contributo inovador para a interpretação das origens do capitalismo. É assunto importante, pois será por conhecer como começou que se poderá entrever como vai acabar.
Una de las convenciones más establecidas en la cultura occidental es la asociación del capitalismo con las ciudades. Se supone que el capitalismo nació y se desarrolló en la ciudad. Sin embargo, lo que se suele implicar es que cualquier ciudad, con sus prácticas caracterÃsticas de intercambio y de comercio, es por naturaleza potencialmente capitalista desde el principio, y solo obstáculos extrÃnsecos han impedido que cualquier civilización urbana diera origen al capitalismo. Solo una religión equivocada, o cualquier otro tipo de cadenas ideológicas, polÃticas o culturales que ataran a las clases urbanas, han evitado que el capitalismo surgiera en cualquier lugar y en todo lugar, desde tiempos inmemoriales o, al menos, desde que la tecnologÃa ha permitido la producción de los excedentes adecuados.
Según esta perspectiva, lo que explica el desarrollo del capitalismo en Occidente es la autonomÃa única de la que gozaban allà las ciudades y su clase por antonomasia, los burgueses o la burguesÃa. En otras palabras, el capitalismo surgió en Occidente menos a causa de lo que habÃa presente que de lo que estaba ausente: las restricciones a las prácticas económicas urbanas. En tales circunstancias, solo hizo falta que la expansión más o menos natural del comercio desencadenara el desarrollo del capitalismo hasta alcanzar la plena madurez. Solo era preciso un crecimiento cuantitativo que, inevitable, se produjo con el paso del tiempo (en algunas versiones, por supuesto, ayudado por la ética protestante, aunque no causado originariamente por esta).
Hay mucho que decir en contra de esos supuestos sobre la relación natural entre las ciudades y el capitalismo; entre ellas, el hecho de que estos tienden a naturalizar el capitalismo, a ocultar su especificidad como forma social históricamente concreta, con un principio y (sin duda) con un final. Esa tendencia a identificar el capitalismo con las ciudades y el comercio urbano ha ido acompañada por lo general de la inclinación a hacer que el capitalismo aparezca como la consecuencia más o menos automática de unas prácticas que son tan viejas como la propia historia humana o, incluso, como la consecuencia automática de la naturaleza humana, de la inclinación «natural», en palabras de Adam Smith, a «negociar, cambiar o permutar una cosa por otra».
Tal vez, el correctivo más saludable a todas esas asunciones, y a sus implicaciones ideológicas, sea reconocer que el capitalismo, con sus impulsos especÃficos a la acumulación y la maximización de ganancias, no nació en la ciudad, sino en el campo, en un lugar muy concreto y muy tarde en la historia humana. No bastó con la simple extensión o expansión del trueque y el intercambio, sino que fue precisa una transformación completa de las relaciones y prácticas humanas más básicas, una ruptura con patrones de interacción con la naturaleza para la producción de las necesidades básicas de la vida que contaban con siglos de antigüe-dad. Si la tendencia a identificar el capitalismo con las ciudades va aso-ciada a una tendencia a oscurecer la especificidad del capitalismo, una de las mejores formas de comprender dicha especificidad es atender a los orÃgenes agrarios del capitalismo.
¿Qué fue el «capitalismo agrario»?
Durante milenios, los seres humanos han satisfecho las necesidades materiales mediante el trabajo de la tierra. Y, probablemente, durante casi el mismo tiempo que se han dedicado a la agricultura, se han divido en clases sociales, entre quienes trabajaban la tierra y quienes se apropiaban del trabajo de los demás. La división entre apropiadores y productores ha tomado muchas formas en distintas épocas y lugares, pero una caracterÃstica general que todas ellas han tenido en común ha sido que los productores directos han sido habitualmente los campesinos. Esos productores campesinos han conservado la posesión de los medios de producción, en concreto, de la tierra. En todas las sociedades precapitalistas, esos productores han tenido acceso directo a los medios de su propia reproducción. Eso ha implicado que, cuando los explotadores se han apropiado de su trabajo excedente, lo han hecho por medios que Marx denominó «extraeconómicos», es decir, mediante la coerción directa, ejercida por terratenientes y/o Estados mediante el uso de una fuerza superior: el acceso privilegiado al poder militar, judicial y polÃtico.
En eso radica, pues, la diferencia más fundamental entre todas las sociedades precapitalistas y el capitalismo. No tiene nada que ver con si la producción es urbana o rural, y está completamente relacionada con las relaciones particulares de propiedad entre productores y apropiado-res, sea en la industria o en la agricultura. Solo en el capitalismo el modo prevaleciente de apropiación de excedentes se basa en la desposesión de los productores directos, cuyo trabajo excedente es objeto de apropia-ción por medios puramente «económicos». Porque, en el capitalismo completamente desarrollado, los productores directos carecen de pro-piedades y porque el único acceso que tienen a los medios de produc-ción, a la satisfacción de sus propias necesidades de reproducción e in-cluso a los medios para su propio trabajo consiste en la venta de su
fuerza de trabajo a cambio de un salario, los capitalistas pueden apropiar-se del excedente de los trabajadores sin coerción directa.
Esta relación única entre productores y apropiadores está media-da, claro está, por el «mercado». A lo largo de la historia registrada y, sin duda, también antes, han existido mercados de distintos tipos y la gente ha intercambiado y vendido sus excedentes de muy diferentes formas y por muy distintos propósitos. Sin embargo, en el capitalismo, el mercado tiene una función particular y sin precedentes. En una sociedad capitalista, casi todo lo que hay son mercancÃas que se producen para el mercado. Más fundamental aún es el hecho de que tanto el capital como el trabajo son totalmente dependientes del mercado para las condiciones más básicas de su propia reproducción. Igual que los trabajadores dependen del mercado para vender su fuerza de trabajo como mercancÃa, los capitalistas dependen de él para comprar fuerza de trabajo, además de los medios de producción, y realizar las ganancias mediante la venta de bienes o servicios producidos por los trabajadores. Esta dependencia del mercado le otorga a este un papel sin precedentes en las sociedades capitalistas, no solo como simple mecanismo de intercambio o de distribución, sino como determinante principal y regulador de la reproducción social. El surgimiento del mercado como determinante de la reproducción social presupuso la penetración de este en la producción de lo más imprescindible para la vida: la comida.
Este sistema único de dependencia del mercado implica unas «le-yes de movimiento» absolutamente distintivas, requerimientos sistémicos especÃficos y obligaciones que no comparte con ningún otro modo de producción: los imperativos de la competencia, la acumulación y la maximización de ganancias. Y esos imperativos, a su vez, implican que el capitalismo pueda, y deba, expandirse constantemente de maneras y en una medida nunca vistas en ninguna otra forma social: acumular constantemente, buscar incesantemente nuevos mercados, imponer incansablemente sus imperativos a nuevos ámbitos de la vida, a los seres humanos y al medio natural.
Una vez que reconocemos lo especÃficos que son esos procesos y esas relaciones sociales, lo distintos que son de otras formas sociales que han dominado la mayor parte de la historia humana, resulta claro que, para explicar el surgimiento de esta forma social concreta, es preciso mucho más que asumir sin justificación alguna que esta siempre ha existido en una forma embrionaria que tan solo cabÃa liberar de toda limitación antinatural. Asà pues, la cuestión de sus orÃgenes se puede formular del siguiente modo: dado que, durante milenios antes del advenimiento de capitalismo, los productores ya eran explotados por los apropiadores de maneras no capitalistas, y dado que los mercados han existido también desde «tiempos inmemoriales» y en casi todas partes, ¿cómo es que productores y apropiadores, asà como las relaciones entre ambos, llega-ron a ser tan dependientes del mercado?
Evidentemente, serÃa posible reseguir indefinidamente hacia atrás los largos y complejos procesos que condujeron en última instancia a esa situación de dependencia del mercado. Sin embargo, la cuestión resultará más manejable si identificamos el primer momento y el primer lugar en los que se puede discernir con claridad una nueva dinámica social, una dinámica que deriva de la dependencia del mercado de los principales actores económicos. Después, podremos explorar las circunstancias especÃficas que rodean a esa situación única.
Aún en el siglo XVII, e incluso mucho más tarde, la mayor parte del mundo, incluida Europa, estaba libre de los imperativos que antes hemos descrito. Ciertamente, existÃa un vasto sistema de comercio, que para entonces se extendÃa ya por todo el mundo. No obstante, en ningún lugar, ni en los grandes centros comerciales de Europa ni en las amplias redes comerciales del mundo islámico ni de Asia, la actividad económica y, en particular, la producción se regÃa por los imperativos de la competencia y la acumulación. El principio que prevalecÃa en el comercio era en todas partes el de «beneficio por alienación», o «comprar barato y vender caro»; habitualmente, comprar barato en un mercado y vender caro en otro.
El comercio internacional era esencialmente un comercio de «transporte», y los mercaderes compraban bienes en una ubicación para venderlos por una ganancia en otra. Aún dentro de un reino europeo único, poderoso y relativamente unificado como era Francia, lo que prevalecÃan eran esos mismos principios básicos del comercio no capitalista. No existÃa un mercado único y unificado, un mercado en el que las personas pudieran obtener ganancias, no gracias a comprar barato y vender caro, o no llevando bienes de un mercado a otro, sino produciendo de una forma más eficiente en costes en competencia directa con otros y en un mismo mercado.
El comercio solÃa tener aún como objeto bienes de lujo o, al me-nos, bienes destinados a las familias más prosperas o que satisfacÃan las necesidades y los patrones de consumo de las clases dominantes. No existÃa un mercado de masas de productos baratos de consumo diario. Lo normal era que los productores campesinos no solo produjeran para cubrir sus propias necesidades alimenticias, sino también otros bienes cotidianos como la ropa. Quizás llevaban los excedentes al mercado local, donde podÃan cambiar lo obtenido por otras mercancÃas que no producÃan en casa. Y la producción agrÃcola podÃa incluso venderse en mercados algo más lejanos. Sin embargo, los principios comerciales eran básicamente los mismos que en el caso de los bienes manufacturados.
Esos principios comerciales no capitalistas existÃan de la mano de formas de explotación no capitalistas. Por ejemplo, en la Europa occidental, aún allà donde la servidumbre feudal habÃa desaparecido efectivamente, continuaban prevaleciendo formas de explotación «extra-económicas». En Francia, por ejemplo, donde los campesinos representaban la enorme mayorÃa de la población y continuaban en posesión de la mayor parte de las tierras, el servicio en el Estado central su-ponÃa un recurso económico para muchos miembros de las clases dominantes, una manera de extraer trabajo excedente en forma de impuestos a los productores campesinos. Incluso los terratenientes que se apropiaban de los arriendos sufragados solÃan depender de diversos poderes y privilegios extraeconómicos para incrementar su riqueza.
Asà pues, los campesinos tenÃan acceso a los medios de produc-ción, las tierras, sin tener que ofrecer su fuerza de trabajo en el mercado como mercancÃa. Los terratenientes y los cargos públicos, con la ayuda de diversos poderes y privilegios «extraeconómicos», extraÃan el trabajo excedente directamente de los campesinos en forma de arriendos o im-puestos. En otras palabras, aunque todas las clases de personas pudieran comprar y vender todo tipo de cosas en el mercado, ni los campesinos-propietarios que producÃan, ni los terratenientes y cargos públicos que se apropiaban de lo que otros producÃan, dependÃan directamente del mer-cado en lo que respecta a las condiciones de su propia reproducción, y las relaciones entre ellos tampoco estaban mediadas por el mercado.
Sin embargo, existÃa una importante excepción a esta regla general. Inglaterra, ya en el siglo XVI, estaba evolucionando en una dirección completamente nueva. Aunque habÃa otros Estados monárquicos relativamente fuertes, más o menos unificados bajo la monarquÃa (como España y Francia), ninguno de ellos estaba tan efectivamente unificado como Inglaterra (cabe insistir aquà en que era Inglaterra, y no otras partes de las «islas Británicas»). En el siglo XVI, Inglaterra, que ya estaba más unificada que la mayorÃa de territorios en el siglo XI, cuando la clase dirigente normanda se estableció en la isla como una entidad polÃtica y mili-tar bastante cohesionada, avanzó considerablemente hacia la supresión de la fragmentación del Estado, de la «soberanÃa por parcelas» heredada del feudalismo. Los poderes autónomos que en otros lugares de Europa tenÃan los señores, los municipios y otros entes corporativos, en Inglaterra estaban cada vez más concentrados en el Estado central. Esto contrastaba con la situación de otros Estados europeos, donde las monarquÃas, a pesar de su poder, continuaron coexistiendo incómodamente durante mucho tiempo con otros poderes militares posfeudales, con unos sistemas legales fragmentados y con privilegios corporativos cuyos titula-res insistÃan en su autonomÃa frente al poder centralizador del Estado.
La distintiva centralización polÃtica del Estado inglés tenÃa sus corolarios y sus cimientos materiales. En primer lugar, ya en el siglo XVI, Inglaterra tenÃa una impresionante red de carreteras y transporte de agua que unificaba la nación hasta un grado nada habitual en ese periodo. Londres, que se estaba volviendo desproporcionadamente grande en relación con otras poblaciones inglesas y con la población total de Inglaterra (y acabarÃa siendo la ciudad más grande de Europa), se estaba convirtiendo también en centro de un creciente mercado nacional.
Los cimientos materiales sobre los que descansaba esa incipiente economÃa nacional eran la agricultura inglesa, que era única por distintos motivos. La clase dirigente inglesa tenÃa dos importantes rasgos distintivos relacionados entre sÃ: por un lado, como parte de un Estado cada vez más centralizado, en alianza con una monarquÃa centralizadora, no con-taba con los mismos poderes «extraeconómicos» más o menos autónomos que sus equivalentes en el continente, poderes que otras clases dirigentes podÃan emplear para extraer trabajo excedente de los productores directos. Por otra parte, en Inglaterra existÃa una concentración poco habitual de la tierra, y los grandes terratenientes poseÃan una proporción anormalmente grande de tierras. Esa concentración de la propiedad de la tierra significaba que los terratenientes ingleses podÃan usar sus propiedades de formas nuevas y caracterÃsticas. Lo que les faltaba en cuanto a poderes «extraeconómicos» para la extracción de excedentes lo compensaban ampliamente los crecientes poderes «económicos» de que gozaban.
Esa especial combinación tuvo importantes consecuencias. Por una parte, la concentración de la propiedad de la tierra en Inglaterra implicaba que una proporción inusualmente grande de las tierras las trabajaban, no campesinos propietarios, sino arrendatarios (en inglés, la palabra «farmer» [granjero] significa en última instancia «arrendatario», un sentido que aún sugieren algunas expresiones familiares hoy en dÃa como «farming out» [externalizar la explotación de un terreno]). Eso sucedÃa aún antes de las oleadas de desposesiones que tuvieron lugar sobre todo en los siglos XVI y XVIII, y que convencionalmente se relacionan con los «cercamientos» (de los que en seguida nos ocuparemos), lo que contrasta, por ejemplo, con el caso francés, donde una proporción mayor de la tierra continuaba en manos de los campesinos, y seguirÃa estando en manos de estos durante mucho tiempo.
Por otro lado, el hecho de que los poderes «extraeconómicos» de los terratenientes fueran relativamente débiles significaba que estos de-pendÃan menos de la capacidad para extraer directamente mayores rentas de los arrendatarios por medios coercitivos que de la productividad de los arrendatarios. Asà pues, los terratenientes tenÃan fuertes incentivos para animar (y, cuando era posible, obligar) a los arrendatarios a buscar modos de incrementar la producción. A este respecto, eran fundamentalmente distintos de los aristócratas rentistas cuya riqueza ha dependido a lo largo de la historia de la capacidad para extraer excedentes de los campesinos por la simple coerción y para los cuales mejorar los poderes de extracción de excedentes ha consistido, no en incrementar la productividad de los productores directos, sino más bien en mejorar los propios medios de coerción: militares, judiciales y polÃticos.
En cuanto a los arrendatarios mismos, estos estaban cada vez más sometidos, no solo a presiones directas de los terratenientes, sino también a los imperativos del mercado, lo que los obligaba a mejorar la productividad. Los arrendamientos ingleses tomaban diversas formas, y existÃa un gran número de variaciones entre regiones, pero una cantidad cada vez mayor de ellos se regÃan por el pago de rentas económicas, es decir, rentas que no se fijaban mediante un patrón legal o consuetudinario, sino que respondÃan a las circunstancias del mercado. Para inicios de la época moderna, incluso muchos de los arriendos establecidos consuetudinariamente se habÃan convertido de hecho en arrendamientos económicos de ese tipo.
El efecto que tuvo ese sistema de relaciones de propiedad fue que muchos productores agrÃcolas (incluidos los prósperos yeomen o pequeños propietarios de tierras) eran dependientes del mercado, no simple-mente en el sentido de que estaban obligados a vender sus productos en este, sino en el sentido más fundamental de que su propio acceso a la tierra, a los medios de producción, estaba mediado por el mercado. ExistÃa, en efecto, un mercado de arrendamientos, en el que los potencia-les arrendatarios habÃan de competir. Cuando la seguridad del arriendo dependÃa de la capacidad para satisfacer en cada momento el arrendamiento, una producción poco competitiva podrÃa significar directamente la pérdida de la tierra. Para pagar la renta económica en una situación en la que otros potenciales arrendatarios competÃan por el arriendo, los arrendatarios se veÃan obligados a producir de manera eficiente en costes, amenazados por la pena de la desposesión.
Aún los arrendatarios que gozaban de arriendos de tipo consuetudinario, que les ofrecÃan una mayor seguridad, pero que estaban igual-mente obligados a vender sus productos en los mismos mercados, podÃan verse en circunstancias en las que los agricultores más directamente y urgentemente sometidos a las presiones del mercado establecÃan unos estándares de productividad muy competitivos. Y eso mismo sucedÃa cada vez más incluso con los terratenientes que trabajaban sus propias tierras. En ese entorno competitivo, los agricultores más productivos prosperaban y sus propiedades era probable que aumentaran, mientras que los productores menos competitivos chocaban contra un muro y pasaban a sumarse a las clases no propietarias.
En todos los casos, el efecto de los imperativos del mercado fue la intensificación de la explotación a fin de incrementar la productividad, tanto si se trataba de la explotación del trabajo de otros como de la auto-explotación del agricultor y su familia. Este patrón se reproducirÃa en las colonias y, especialmente, en la Norteamérica posterior a la independencia, donde los agricultores que se suponÃa que eran la médula de una República libre se enfrentaron desde el principio a las crudas opciones que planteaba el capitalismo agrario: en el mejor de los casos, una intensa autoexplotación; en el peor, la desposesión y el desplazamiento por parte de empresas mayores y más productivas.
El nacimiento de la propiedad capitalista
Asà pues, ya en el siglo XVI, la agricultura inglesa se caracterizaba por una combinación única de circunstancias, al menos en ciertas regiones, que gradualmente fijarÃan el rumbo económico de toda la economÃa. La con-secuencia fue un sector agrario más productivo que nunca en la historia. Terratenientes y arrendatarios por igual pasaron a preocuparse por lo que dio en llamarse la «mejora» (o, en inglés, improvement), el incremento de la productividad de la tierra en busca de ganancias.
Vale la pena detenerse un momento en el concepto inglés de «improvement», porque es muy revelador de las circunstancias de la agricultura inglesa y el desarrollo del capitalismo. La propia palabra «improve», en su sentido original, no significaba simplemente «mejorar» en sentido general, sino literalmente «hacer algo por una ganancia monetaria» y, particularmente, «cultivar la tierra para obtener ganancias» (a partir del francés antiguo en y pros [provecho], o su caso oblicuo preu). Ya en el siglo XVII, la palabra «improver» (o «mejorador») estaba firmemente establecida en la lengua para referirse a la persona que hacÃa que la tierra fuera productiva y rentable, sobre todo mediante el cercado o la reclamación de terrenos baldÃos. La «mejora» agrÃcola era ya una práctica bien establecida y, en el siglo XVIII, la edad de oro del capitalismo agrario, la «mejora», de palabra y obra, se convirtió en todo un fenómeno en sà mismo.
Al mismo tiempo, la palabra «improve» fue adquiriendo gradual-mente un sentido más general, el significado de «mejorar» que tiene hoy en dÃa (estarÃa bien reflexionar sobre las implicaciones de una cultura en la que la palabra que significa «hacer una cosa mejor» tiene sus raÃces en la palabra para designar la «ganancia monetaria»). Incluso cuando se la empleaba en relación con la agricultura, acabó perdiendo su antigua especificidad, hasta que, por ejemplo, algunos pensadores radicales del siglo XIX podÃan defender el «improvement» o mejora, en el sentido ahora de la agricultura cientÃfica, sin que esta tuviera la connotación de ganancia comercial. Aun asÃ, a comienzos de la época moderna, productividad y ganancia estaban inextricablemente unidos en el concepto de «mejora» o «improvement», y esto resume bien la ideologÃa del incipiente capitalismo agrario.
En el siglo XVII, pues, apareció todo un nuevo corpus literario, una literatura que detallaba de un modo sin precedentes las técnicas y los beneficios de la mejora. La mejora era también una de las grandes preocupaciones de la Royal Society, la sociedad que juntó a algunos de los cientÃficos más prominentes de Inglaterra (Isaac Newton y Robert Boyle pertenecieron a ella) con algunos de los miembros de las clases dirigentes de miras más avanzadas (como el filósofo John Locke y su mentor, el conde de Shaftesbury, ambos muy interesados en la mejora agrÃcola).
Al principio, la mejora no dependÃa de innovaciones tecnológicas significativas, aunque sà se usaron nuevos equipos, como la azada de rueda. En general, fue más bien cuestión de evoluciones en las técnicas de cultivo como, por ejemplo, la agricultura convertible: alternancia de labranza y periodos de barbecho, rotación de cultivos, drenaje de marismas y tierras de labranza, etc.
No obstante, la mejora era algo más que el empleo de nuevos métodos y técnicas agrÃcolas. Más esenciales que estos eran las nuevas formas y concepciones de la propiedad. Idealmente, para el terrateniente emprendedor y sus prósperos arrendatarios capitalistas, la agricultura «mejorada» requerÃa extensiones de terrenos agrandadas y concentradas. También exigÃa, tal vez aún más, la eliminación de las antiguas prácticas y costumbres que interferÃan con el uso más productivo de la tierra.
Las comunidades campesinas han utilizado desde tiempos inmemoriales diversos medios para regular el uso de la tierra en interés de la comunidad local. Han limitado ciertas prácticas y han concedido deter-minados derechos, no para aumentar la riqueza de los terratenientes o de los Estados, sino para preservar la propia comunidad campesina, tal vez para conservar la tierra o distribuir sus frutos de manera más equitativa, y a menudo para cubrir las necesidades de los miembros menos favoreci-dos de la comunidad. Hasta la posesión «privada» de las propiedades ha estado habitualmente condicionada por esas prácticas consuetudinarias, que otorgan a los no propietarios ciertos derechos de uso de propiedades que otros «poseen». En Inglaterra, existÃan muchas prácticas y costumbres de ese tipo. HabÃa terrenos comunales, en los que los miembros de la comunidad podÃan tener derechos de pasto o derecho a recoger leña, y habÃa también diversos tipos de derechos de uso sobre propiedades privadas, como el derecho a recolectar los sobrantes de las cosechas duran-te épocas concretas del año.
Desde el punto de vista de los terratenientes y los agricultores capitalistas que mejoraban sus explotaciones, la tierra debÃa liberarse de cualquier obstrucción de ese tipo al uso productivo y rentable de la pro-piedad. Entre los siglos xvi y xvii, hubo crecientes presiones para la rescisión de los derechos consuetudinarios que obstaculizaban la acumulación capitalista. Eso podÃa significar varias cosas: podÃa implicar que se disputara la propiedad comunal de los comunes y se reclamara su propiedad privada; podÃa implicar que se suprimieran diversos derechos de uso sobre terrenos privados, o podÃa implicar que se discutiera la tenencia tradicional de tierras que otorgaba derechos de propiedad a muchos pequeños titulares sin estar en posesión de un tÃtulo indiscutiblemente legal. En todos esos casos, habÃa que sustituir las concepciones tradicionales de la propiedad por una nueva concepción, capitalista, de esta: la propiedad no solo como un derecho «privado», sino, literalmente, excluyente de los demás individuos y de la comunidad, mediante la eliminación de las reglas que imperaban en los pueblos y de las restricciones a los usos de la tierra, mediante la rescisión de los derechos consuetudinarios de uso, etc.
Estas presiones para transformar la naturaleza misma de la pro-piedad se manifestaron de distintas formas, en la teorÃa y en la práctica. Afloraron en casos judiciales, en conflictos por derechos especÃficos de propiedad, por algún terreno comunal o algunos terrenos privados sobre los que distintas personas tenÃan derechos de uso que se solapaban. En esos casos, las prácticas y las demandas basadas en la costumbre con frecuencia chocaban directamente con los principios de la «mejora», y los jueces solÃan reconocer las razones de mejora como demandas legÃtimas contra los derechos consuetudinarios que habÃan estado vigentes desde que la gente tenÃa memoria.
Las nuevas concepciones de la propiedad también se estaban teorizando de una forma más sistemática; un ejemplo bien conocido de ello es el Segundo tratado sobre el gobierno civil de John Locke. El capÃtulo cinco de la obra es la formulación clásica de una teorÃa de la propiedad basada en los principios de la mejora. AllÃ, la propiedad como derecho «natural» se basa en lo que Locke considera el mandato divino de hacer que la tierra sea productiva y rentable, de mejorarla. La interpretación convencional de la teorÃa de la propiedad de Locke sugiere que el trabajo establece el derecho a la propiedad, pero una lectura atenta del capÃtulo que Locke dedica a la propiedad deja claro que de lo que realmente se trata no es del trabajo como tal, sino de la utilización productiva y rentable de la propiedad, de su mejora. Un terrateniente emprendedor, mejorador, establece su derecho a la propiedad no mediante su propio trabajo directo, sino mediante la explotación productiva de sus tierras y el trabajo de otras personas en ellas. Las tierras no mejoradas, las que no se convierte en productivas y rentables (como las de los pueblos indÃgenas de Améri-ca), son «tierras baldÃas», y los mejoradores tienen el derecho, incluso el deber, de apropiárselas.
Esa misma ética de la mejora podrÃa usarse para justificar ciertos tipos de desposesión, no solo en las colonias, sino también en la propia Inglaterra. Y esto nos lleva a la más conocida de las redefiniciones de los derechos de propiedad: los cercamientos. A menudo, los cercamientos se entienden simplemente como la privatización y el vallado de tierras que antes eran comunes, o de los «campos abiertos» que caracterizaban a ciertas zonas del campo inglés. Sin embargo, los cercamientos significa-ron, más en particular, la extinción (con o sin el vallado fÃsico de las tie-rras) de los derechos de uso comunales y tradicionales de los que muchas personas dependÃan para subsistir.
La primera gran oleada de cercamientos tuvo lugar en el siglo XVI, cuando los terratenientes con mayores propiedades quisieron expulsar a los usuarios comunales de las tierras que podÃan emplearse como pastos para la crÃa de ovejas, que cada vez resultaba más lucrativa. Los comentaristas de la época afirmaban que los cercamientos, más que ningún otro factor individual, eran los culpables de la plaga cada vez mayor de vaga-bundos, esos «hombres sin oficio» desposeÃdos que recorrÃan el campo y amenazaban el orden social. El más famoso de tales comentaristas, Tomás Moro, aun siendo él mismo responsable de cercamientos, describió tales prácticas como «ovejas que devoran hombres». Es posible que estos crÃticos sociales, como muchos historiadores que vinieron después, sobreestimaran los efectos de los cercamientos en sà mismos, a expensas de otros factores que provocaron la transformación de las relaciones de propiedad en Inglaterra. Aun asÃ, estos siguen siendo la más viva expresión de un proceso incesante que estaba transformando, no solo el campo inglés, sino el mundo: el nacimiento del capitalismo.
Los cercamientos continuaron siendo fuente importante de conflictos en Inglaterra en los albores de la época moderna, tanto si el objetivo era criar ovejas como incrementar unas provechosas tierras de cultivo. Los motines provocados por los cercamientos salpican los siglos XVI y XVII, y, en la Guerra Civil Inglesa, estos constituyen uno de los principales agravios que se intenta dirimir. En las primeras fases, la práctica topaba con cierta resistencia por parte del Estado monárquico, aunque solo fuera por la amenaza que representaba para el orden público. Sin embargo, una vez que las clases terratenientes lograron moldear el Esta-do para que sirviera a sus cambiantes necesidades (lo que quedó más o menos consolidado al fin en 1688, con la llamada «Revolución Gloriosa»), ya no hubo más interferencias estatales, y en el siglo xviii apareció un nuevo tipo de cercamientos, los llamados cercamientos parlamenta-rios. En este tipo de cercado, la extinción de los derechos de propiedad problemáticos que obstaculizaban la capacidad de acumulación de un terrateniente se realizaba mediante decreto parlamentario. Nada prueba mejor el triunfo del capitalismo agrario.
Asà pues, en Inglaterra, una sociedad en la que la riqueza derivaba primordialmente de la producción agrÃcola, la autorreproducción de los dos principales actores económicos del sector agrario (los productores directos y quienes se apropiaban de sus excedentes) dependÃa cada vez más, al menos a partir del siglo XVI, de lo que equivalÃa a las prácticas capitalistas: la maximización del valor de intercambio mediante la reduc-ción de gastos y la mejora de la productividad debido a la especialización, la acumulación y la innovación.
Este modo de satisfacer las necesidades materiales básicas de la sociedad inglesa llevó aparejada una dinámica totalmente nueva de crecimiento autosostenido, un proceso de acumulación y expansión muy distinto de los patrones cÃclicos que desde hacÃa siglos habÃan dominado la vida material en otras sociedades. También vino acompañado de los tÃpicos procesos capitalistas de expropiación y de la creación de una masa no propietaria. Es en este sentido que podemos hablar de un «capitalismo agrario» en la Inglaterra de inicios de la era moderna.
¿Era el capitalismo agrario realmente capitalista?
DeberÃamos detenernos aquà para insistir en dos puntos importantes. Primero, no fueron los mercaderes ni los fabricantes quienes impulsaron ese proceso. La transformación de las relaciones sociales de propiedad tuvo su origen en el campo, y la transformación del comercio y la industria ingleses, más que causa, fue consecuencia de la transición de Inglaterra al capitalismo. Los comerciantes podÃan operar perfectamente bien en sistemas no capitalistas. Prosperaron, por ejemplo, en el contexto del feudalismo europeo, donde sacaban partido no solo de la autonomÃa de las ciudades, sino también de la fragmentación de los mercados y de la oportunidad de efectuar transacciones entre un mercado y otro.
En segundo lugar, y aún más fundamental, los lectores habrán notado que, hasta ahora, hemos usado el término «capitalismo agrario» sin hacer referencia al trabajo asalariado, que hemos aprendido a considerar que constituye la esencia del capitalismo. Esto requiere una explicación.
DeberÃa decir, para empezar, que muchos arrendatarios emplea-ban de hecho trabajo asalariado, tanto que muchos han considerado a la «trÃada» que Marx y otros identificaron —la trÃada de terratenientes que viven de las rentas capitalistas de la tierra, arrendatarios capitalistas que viven de las ganancias y trabajadores que viven de un salario— como el rasgo definitorio de la relaciones agrarias en Inglaterra. Y, efectivamente, asà era, al menos en aquellas partes del paÃs (el este y el sudeste sobre todo) más señaladas por su productividad agraria. En realidad, las nuevas presiones económicas, las presiones competitivas que expulsaban de la actividad a los agricultores no productivos, fueron un factor destacado a la hora de polarizar a la población agraria en grandes terratenientes y trabajadores asalariados carentes de propiedades, asà como a la hora de fomentar la mentada trÃada agraria. Y, por supuesto, las presiones para incrementar la productividad se hicieron sentir igualmente en la intensificación de la explotación del trabajo asalariado.
Asà pues, no deja de ser razonable el definir el capitalismo agrario inglés en términos de la trÃada citada. Sin embargo, es importante tener presente que las presiones competitivas, y las nuevas «leyes de movimiento» que llevaban aparejadas, dependÃan en primera instancia, no de la existencia de una masa proletaria, sino de la existencia de arrendatarios-productores dependientes del mercado. Los trabajadores asalariados, sobre todo los que vivÃan únicamente del trabajo asalariado y dependÃan de este para subsistir y no solo como un suplemento estacional (el tipo de trabajo asalariado estacional y complementario que ha existido en las sociedades agrarias desde la antigüedad), seguÃan siendo una minorÃa en la Inglaterra del siglo XVII.
Además, las presiones competitivas no solo afectaban a los arrendatarios que empleaban a trabajadores asalariados, sino también a los agricultores que, normalmente junto a sus familias, eran productores directos que trabajaban sin emplear a nadie más. La gente podÃa depender del mercado —para las condiciones básicas de su propia reproducción— sin estar del todo desposeÃda. Depender del mercado requerÃa tan solo la pérdida del acceso directo a los medios de producción al margen del mercado. De hecho, una vez que los imperativos del mercado queda-ron bien establecidos, ni siquiera la propiedad absoluta podÃa proteger a las personas de este. Y la dependencia del mercado fue causa, y no con-secuencia, de la masiva proletarización.
Esto es importante por varias razones, y más adelante me ocuparé de las implicaciones más generales. De momento, lo principal es que las dinámicas especÃficas del capitalismo ya estaban operando, en la agricultura inglesa, antes de la proletarización de la fuerza de trabajo. De hecho, dichas dinámicas fueron un de los principales factores que provocaron la proletarización del trabajo en Inglaterra. El factor crucial fue la dependencia del mercado de los productores, asà como de los apropiadores, y los nuevos imperativos sociales creados por dicha dependencia del mercado.
Habrá quien sea reticente a describir esta formación social como «capitalista» precisamente porque el capitalismo, por definición, se basa en la explotación del trabajo asalariado. Tales reticencias son razonables, siempre que reconozcamos que, independientemente de cómo lo llamemos, la economÃa inglesa de inicios de la época moderna, gobernada por la lógica de su sector productivo básico, ya funcionaba según unos principios y unas «leyes de movimiento» distintos de los prevalecientes en ninguna otra sociedad desde los albores de la historia. Esas leyes de movimiento fueron las precondiciones, que no existÃan en ningún otro lugar, para el desarrollo de un capitalismo maduro que, de hecho, se basarÃa en la explotación masiva del trabajo asalariado.
¿Cuál fue la consecuencia de todo esto?
En primer lugar, la productividad de la agricultura inglesa era única. Para fines del siglo XVII, por ejemplo, la producción de grano y cereales habÃa aumentado tanto que Inglaterra se convirtió en uno de los principales exportadores de dichos productos. Esos avances en la producción se lograron con una fuerza de trabajo agrÃcola relativamente reducida. Eso es lo que significa que la productividad de la agricultura inglesa era única.
Algunos historiadores han querido oponerse a la idea misma de un capitalismo agrario con el argumento de que la «productividad» de la agricultura francesa en el siglo XVIII era aproximadamente la misma que en Inglaterra. Sin embargo, lo que quieren decir es que la producción agrÃcola total de los dos paÃses era aproximadamente igual. Lo que no dicen es que, en un paÃs, ese nivel de producción se alcanzaba con una población la mayorÃa de la cual estaban formada todavÃa por productores campesinos, mientras que, en el otro, la misma producción total se lograba con una fuerza de trabajo mucho más reducida y una población rural en de-clive. En otras palabras, de lo que se trata aquà no es de la producción total, sino de la productividad en el sentido de la producción por unidad de trabajo.
Los datos demográficos son bien elocuentes por sà mismos. Entre 1500 y 1700, Inglaterra experimentó un sustancial aumento de población, igual que otros paÃses europeos. Sin embargo, el crecimiento de la población inglesa fue caracterÃstico en un aspecto: el porcentaje de población urbana más que se duplicó en ese periodo (algunos historiadores colocan la cifra en poco menos de una cuarta parte de la población, ya a finales del siglo XVII). El contraste con Francia resulta revelador: allÃ, la población rural se mantuvo bastante estable, en entre el 85% y el 90% en la época de la Revolución Francesa de 1789 y periodos posteriores. Para el año 1850, cuando la población urbana representaba el 40,8% en Inglaterra y Gales, en Francia aún suponÃa tan solo el 14,4% (en Alemania, el 10,8%).
En Inglaterra, la agricultura era ya lo bastante productiva a comienzos del periodo moderno como para sustentar a una cantidad in-usualmente grande de personas que ya no se dedicaban a la producción agrÃcola. Por supuesto, un hecho asà es revelador de mucho más que la existencia de unas técnicas agrÃcolas especialmente eficientes. Denota también la existencia de una revolución en las relaciones sociales de pro-piedad. Mientras que Francia continuaba siendo un paÃs de campesinos propietarios, la tierra, en Inglaterra, estaba concentrada en muchas me-nos manos, y la masa de personas desprovistas de propiedades aumentaba con rapidez. Mientras que en Francia la producción agrÃcola aún respondÃa a prácticas campesinas tradicionales (no existÃa en Francia nada similar al corpus inglés de escritos sobre la mejora, y las comunidades rurales aún imponÃan sus reglas y sus restricciones a la producción, que afectaban incluso a los mayores terratenientes), la agricultura inglesa respondÃa ya a los imperativos de la competencia y la mejora.
Cabe añadir una observación más sobre el patrón demográfico caracterÃstico de Inglaterra. Ese crecimiento poco usual de la población urbana no se produjo de manera uniforme en todas las poblaciones inglesas. En otras partes de Europa, el patrón tÃpico era que la población urbana se repartiera entre varias ciudades importantes, de forma que, por ejemplo, Lyon no era tanto menor que ParÃs. En Inglaterra, Londres se volvió desproporcionadamente grande, y pasó de unos 60.000 habitantes en la década de 1520 a los 575.000 de 1700, para convertirse en la mayor ciudad de Europa, mientras que otras ciudades inglesas eran mucho más pequeñas.
Este patrón resulta mucho más significativo de lo que pudiera parecer a primera vista. Da fe, entre otras cosas, de la transformación de las relaciones sociales de propiedad en el corazón del capitalismo agrario, el sur y el sudeste, y de la desposesión de los pequeños productores, una población desplazada y migrante cuyo destino era comúnmente Londres. El crecimiento de Londres es muestra también de la creciente unificación, no solo del Estado inglés, sino también del mercado nacional. La enorme ciudad era el centro del comercio inglés, no solo como principal lugar de tránsito del comercio nacional e internacional, sino también como un enorme consumidor de productos ingleses, entre los cuales los productos agrÃcolas tenÃan un lugar no poco significativo. En otras palabras, el crecimiento de Londres representa de múltiples formas el surgimiento del capitalismo inglés: su mercado integrado, un mercado cada vez más único, unificado y competitivo; su agricultura productiva, y su población desposeÃda.
Las consecuencias a largo plazo de todos esos patrones distintivos deberÃan ser lo bastante evidentes. Aunque no es este lugar para explorar las relaciones entre el capitalismo agrario y el posterior desarrollo de Inglaterra hasta convertirse en la primera economÃa «industrializada», algunas de esas relaciones resultan evidentes por sà mismas. Sin un sector agrÃcola productivo capaz de sustentar a una gran fuerza de trabajo no agrÃcola, es poco probable que hubiera surgido el primer capitalismo industrial del mundo. Sin el capitalismo agrario inglés, no habrÃa existido una masa de desposeÃdos forzada a vender su fuerza de trabajo por un salario. Sin esa fuerza de trabajo no agraria desposeÃda, no habrÃa existido el mercado masivo de consumidores de bienes baratos de uso cotidiano, como los alimentos y los productos textiles, que impulsó el proceso de industrialización en Inglaterra. Y sin su enorme riqueza, junto con unas motivaciones completamente nuevas para la expansión colonial (motivaciones distintas de las viejas formas de adquisición territorial), el imperialismo británico habrÃa sido algo muy distinto del motor del capitalismo industrial que llegarÃa a ser. Igualmente, aunque esto resulta sin duda mucho más polémico, sin el capitalismo inglés, probablemente no habrÃa habido nunca un sistema capitalista de ningún tipo: fueron las presiones de la competencia procedentes de Inglaterra, sobre todo de la Inglaterra industrializada, las que empujaron a otros paÃses a fomentar el desarrollo económico por vÃas capitalistas.
Lecciones del capitalismo agrario
Asà pues, ¿qué nos enseña todo esto sobre la naturaleza del capitalismo?
En primer lugar, nos recuerda que el capitalismo no es una consecuencia «natural» e inevitable de la naturaleza humana, ni siquiera de prácticas sociales inmemoriales como «negociar, cambiar o permutar una cosa por otra».
Es un producto tardÃo y localizado de circunstancias históricas muy especÃficas. El impulso expansivo del capitalismo, hasta el punto de su presencia casi universal hoy en dÃa, no es consecuencia de la conformidad de este con la naturaleza humana ni de leyes naturales transhistóricas, sino producto de sus propias y especÃficas leyes de movimiento internas. Y esas leyes de movimiento requirieron enormes transformaciones y revueltas sociales para comenzar a operar. Requirieron la transformación del metabolismo humano con la naturaleza, de la forma de proveer las necesidades básicas de la vida.
Una segunda cuestión es que el capitalismo, desde los inicios, ha sido una fuerza profundamente contradictoria. Basta con considerar los efectos más evidentes del capitalismo agrario inglés: por un lado, en la Inglaterra de inicios de la época moderna existÃan unas condiciones de prosperidad material que no habÃa en ningún otro lugar; por otra parte, sin embargo, tales condiciones se alcanzaron al precio de una amplia desposesión y una intensa explotación. Apenas si es preciso decir que esas nuevas condiciones sentaron también las bases de unas formas nuevas y más efectivas de expansión colonial e imperialismo, asà como generaron una nueva necesidad de ese tipo de expansión, en busca de nuevos mercados y nuevos recursos.
Además de todo eso, están también los corolarios de la «mejora»: por un lado, la productividad y la capacidad de alimentar a una enorme población; por otro, la subordinación de todas las demás consideraciones a los imperativos de la obtención de ganancias. Eso significa, entre otras cosas, que personas que podrÃan alimentarse están a menudo condenadas a pasar hambre. De hecho, significa que existe por lo general una gran disparidad entre la capacidad productiva del capitalismo y la calidad de vida que proporciona. La ética de la «mejora», en su sentido original en el que la producción es inseparable de las ganancias, es también la ética de la explotación, la pobreza y la falta de vivienda.
Esta ética de la «mejora», de la productividad en pos de ganancias, es también, por supuesto, la ética del uso irresponsable de la tierra, de la enfermedad de las vacas locas y la destrucción del medioambiente. El capitalismo nació en el núcleo mismo de la vida humana, en la interacción con la naturaleza de la que depende la propia vida. La transformación de dicha interacción por parte del capitalismo agrario pone de manifiesto los impulsos inherentemente destructivos de un sistema en el que los fundamentos mismos de la existencia están sujetos a los requisitos que impone la obtención de ganancias. Dicho de otro modo, aflora aquà el secreto esencial del capitalismo.
La expansión de los imperativos del capitalismo a todo el mundo ha reproducido constantemente algunos de los efectos que este tuvo al inicio en su paÃs de origen. El proceso de desposesión, supresión de los derechos de propiedad tradicionales, imposición de los imperativos del mercado y destrucción medioambiental ha seguido su rumbo. Ese mis-mo proceso ha extendido su alcance desde las relaciones entre clases explotadoras y explotadas hasta las relaciones entre paÃses imperialistas y subordinados. Más recientemente, la expansión de los imperativos del mercado ha consistido, por ejemplo, en obligar (con la ayuda de agencias capitalistas internacionales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional) a los agricultores del Tercer Mundo a sustituir las estrategias de autosuficiencia agraria por la especialización en cultivos para el mercado global generadores de ganancias. Los nefastos efectos de esa transformación se exploran en otros textos de este mismo número [de julio-agosto de 1998].
No obstante, si bien los efectos destructivos del capitalismo se han reproducido incesantemente, sus efectos positivos no han sido tan sistemáticos. Una vez que el capitalismo quedó establecido en un paÃs y comenzó a imponer sus imperativos al resto de Europa y, finalmente, al mundo entero, su desarrollo en otros lugares no pudo jamás seguir el mismo curso que habÃa seguido en el paÃs de origen. La existencia de una sociedad capitalista transformó desde ese momento todas las demás sociedades, y la posterior expansión de los imperativos del capitalismo alteró sin cesar las circunstancias del desarrollo económico.
Hemos llegado ahora al punto en que los efectos destructivos del capitalismo superan a sus beneficios materiales. Hoy en dÃa, por ejemplo, ningún paÃs del Tercer Mundo puede esperar alcanzar ni siquiera el desarrollo contradictorio que experimentó Inglaterra. Dadas las presiones de la competencia, la acumulación y la explotación impuestas por otros sistemas capitalistas más desarrollados, es cada vez más probable que los intentos de alcanzar la prosperidad material según los principios del capitalismo aporten únicamente el aspecto negativo de la contradicción básica del capitalismo: la desposesión y la destrucción, sin beneficios materiales, al menos para la enorme mayorÃa.
Hay también una lección más general que aprender de la experiencia del capitalismo agrario inglés. Una vez que los imperativos del mercado determinan los términos en los que tiene lugar la reproducción social, todos los actores —apropiadores y productores, aunque estos segundos mantengan la posesión o, incluso, la propiedad directa de los medios de producción— están sometidos a las exigencias de la competencia, el aumento de la productividad, la acumulación de capital y la explotación intensa del trabajo.
A este respecto, ni siquiera la ausencia de división entre apropiadores y productores es garantÃa de inmunidad (y es por eso por lo que el «socialismo de mercado» es una contradicción terminológica): cuando se establece el mercado como «disciplina» económica o «regulador» de la economÃa, cuando los actores económicos están sometidos al mercado por lo que respecta a las condiciones de su propia reproducción, incluso los trabajadores que son propietarios de sus propios medios de producción, sea individual o colectivamente, están obligados a responder a los imperativos del mercado, a competir y acumular, a hacer que las empresas «no competitivas» y sus trabajadores se estrellen contra la pared, y a autoexplotarse.
La historia del capitalismo agrario, y todo cuanto de este se siguió, deberÃa dejar claro que, allà donde los imperativos del mercado rigen la economÃa y determinan la reproducción social, no existe escapatoria a la explotación.